Más allá de sus playas y su vibrante vida cultural, la capital balear es un destino donde la artesanía se funde con la piedra. En sus calles, patios y templos, los oficios tradicionales siguen dejando huella en forma de hierro forjado, cerámica y vidrieras que filtran la luz del Mediterráneo. La arquitectura palmesana no se entiende sin esa mirada artesanal que convierte cada edificio histórico en una obra de arte viva.
Desde los balcones de la Lonja o las farolas modernistas del Paseo del Born hasta los portones de las casas señoriales del casco antiguo, el hierro —trabajado por maestros herreros de los siglos XVIII y XIX — cobra vida en formas curvadas, flores y geometrías inspiradas en la naturaleza, dejando su huella por toda la ciudad.
La ruta para apreciar la huella de la forja incluye portones y balcones centenarios en calles como Carrer de Sant Feliu, Carrer de la Concepció o Carrer de la Missió. Además, habría que fijarse en barandillas, lámparas y verjas de patios de casas señoriales como el Casal Solleric, el Can Balaguer o el Palacio March. Cada curva de hierro contaba algo sobre la familia que vivía detrás de esos muros.
El legado modernista también dejó su huella en la ciudad. Obras como el Gran Hotel, actual sede de la Fundación La Caixa, o el Forn des Teatre, con su fachada de cerámica y hierro, reflejan la influencia de los talleres artesanales de principios del siglo XX, inspirados en Gaudí y el modernismo catalán.
Si la forja dibuja sombras, las vidrieras escriben historias de color. Palma alberga auténticas joyas de vidrio emplomado que aún hoy iluminan sus espacios más emblemáticos.
El Palacio de la Almudaina, residencia oficial de los Reyes de España en la isla, conserva magníficas vidrieras medievales, mientras que la Basílica de Sant Francesc y la Iglesia de Santa Eulàlia muestran la evolución del arte del vidrio a lo largo de los siglos, desde el gótico hasta el modernismo.
Aunque la joya más reconocida es el rosetón mayor de la Catedral de Palma. Conocido como Oculus Maior u Ojo el Gótico, está elaborado con 1.116 piezas de vidrio, tiene un diámetro de 13 metros y casi 100 metros cuadrados de superficie. Cuando la luz del Mediterráneo lo atraviesa, inunda el interior con una sinfonía de colores.
Dos veces al año, el 2 de febrero y el 11 de noviembre, la Seu —conocida como la Catedral de la Luz— se convierte en escenario de un fenómeno mágico conocido como el espectáculo del ocho.
Durante unos minutos, el sol de la mañana atraviesa el rosetón mayor de la fachada oriental y proyecta su reflejo exacto sobre el muro opuesto, formando un círculo perfecto junto al rosetón occidental. El resultado es un doble rosetón que dibuja un ocho luminoso, símbolo del infinito, de la unión entre el cielo y la tierra, entre la arquitectura y la naturaleza.
Cuando la luz alcanza su punto justo, el templo se inunda de un brillo dorado y multicolor que dura apenas unos minutos, pero deja una impresión imborrable. Es uno de los momentos más fotogénicos y emocionantes del calendario cultural de Palma, donde la artesanía de las vidrieras se convierte, literalmente, en arte de luz.
Aunque la orientación del templo es intencionada —el campanario se dirige hacia la Meca, puesto que allí se encontraba anteriormente el minarete de una mezquita—, los especialistas afirman que los rosetones no fueron construidos expresamente para propiciar este fenómeno, lo que todavía causa mayor interés entre el público.