El Museo del Prado amanece estos días con una presencia inusual: figuras que parecen escuchar, cuchichear o simplemente ocupar un espacio que no les pertenece. Son esculturas de Juan Muñoz, maestro esencial de la plástica contemporánea, que irrumpe en las salas del museo para entablar un diálogo silencioso —y a la vez estridente— con las obras maestras del arte clásico que lo inspiraron.
La exposición “Juan Muñoz. Historias de arte” no es solo un recorrido por su obra: es un ejercicio de conversación entre siglos. En las salas habituales del Prado, entre veladuras barrocas, miradas renacentistas y sombras tenebristas, el visitante se topa con la inquietante expresividad de los personajes de Muñoz. No chocan: murmuran. No interrumpen: insinúan. Parecen recordar, quizá, que la historia del arte nunca está terminada.
A lo largo del recorrido, la tensión entre lo antiguo y lo contemporáneo va creciendo. Las esculturas de Muñoz, con su apariencia a veces frágil, a veces grotesca, se enfrentan a los gigantes del museo sin miedo reverencial. Allí, entre los pliegues solemnes de un retrato del Siglo de Oro, aparece uno de sus famosos enanos, como si hubiese escapado del pincel de Velázquez para reinventarse en tres dimensiones. En otra sala, una figura solitaria se inclina hacia un punto invisible del suelo, obligándonos a descubrir un nuevo ángulo del espacio que creíamos conocer.
El Prado dedica una gran exposición temporal, pero también dispersa obras por sus salas, logrando que la experiencia sea más que una muestra: es una irrupción, una alteración del orden clásico, un recordatorio de que los museos son lugares vivos donde el arte dialoga a través del tiempo. Las piezas de Muñoz no solo observan las pinturas; parecen observarnos a nosotros, preguntándonos qué hacemos ahí, dentro de una conversación que ellos iniciaron hace décadas.
El resultado es una atmósfera de extraña familiaridad. El visitante siente que los silencios del arte clásico encuentran eco en la callada teatralidad del escultor. Muñoz, que siempre jugó con la idea de la presencia y la ausencia, de lo visible y lo no dicho, encuentra aquí un escenario perfecto: pasillos que acogen siglos de historia y que ahora se abren para nuevas historias, las suyas.
“Juan Muñoz. Historias de arte” no pretende enseñar, sino sugerir. No explica, sino que insinúa. Como todo buen diálogo, deja espacio para la interpretación, para esa inquietud placentera que provoca una obra que no se entrega del todo. Y al salir, el visitante se descubre mirando de reojo los rincones del museo, por si alguna de sus figuras permanece allí, escuchando.
La exposición reúne unas 160 obras de Muñoz —esculturas, instalaciones, dibujos, grabados, libros personales— cuidadosamente diseminadas por salas del Prado. La comisaría está a cargo de Vicente Todolí, quien —con la sensibilidad de quien soldó la modernidad con lo clásico en su etapa en la Tate Modern— propone un montaje que no se limita a mostrar obras: crea encuentros.
Un diálogo entre tiempos: barroco, renacentista y contemporáneo
Cada pasillo del Prado ya tiene su historia. Allí conviven los retratos solemnes, los claroscuro dramáticos, los ropajes cargados de ambición, la pincelada de siglos. Pero al lado de esos mundos —tras un desnivel, una escalera, un giro inesperado— brota la estatua de Muñoz: un ser con la mirada perdida, una figura absurda, un cuerpo atrapado en una geometría imposible o en una quietud incómoda. Es como si el barroco y el manierismo, el drama de Velázquez o Goya, se reinventaran en volumen, en cuerpo, en silencio.
Muñoz no reverencia: dialoga. Su obra se siente heredera de esa tradición, pero no con nostalgia, sino con urgencia. Las figuras que presenta no imitan la grandeza, ni la reproducen —la tensan. Y en esa tensión, en ese desequilibrio sutil, el presente entra al Prado con otras reglas: las de la sorpresa, la duda, la introspección.
Un montaje entre lo íntimo y lo monumental
La exposición ocupa salas C y D del edificio Jerónimos, pero también espacios del Villanueva: salas, escaleras, puntos de paso.
Por un lado, un recorrido concentrado e íntimo dedicado a las esculturas de Muñoz; por otro, un despliegue sorpresa entre la pintura clásica, donde las obras contemporáneas se intercalan, se cuelan, interrumpen.
Es un montaje pensado para sacudir el orden, para que el visitante deje de mirar el Prado como siempre, y lo mire con ojos nuevos.
El visitante: espectador y cómplice de una conversación temporal
Al recorrer la exposición, la sensación es de hallarse en un ensayo, en un tiempo suspendido. Las esculturas, muchas veces de gestos contenidos, de tensiones latentes, te devuelven la mirada. Te hacen consciente del espacio: de su peso, de su historia, de su fragilidad. Y te recuerdan que el arte no es un objeto fijo, terminado, inmutable. Es un diálogo. Y tú eres parte de él.